José Marinero Cortés. Derecho administrativo y políticas públicas.
El dilema del prisionero es un problema hipotético muy conocido en teoría de juegos con aplicaciones en la vida social, económica y política. Planteado por primera vez por el matemático estadounidense Tucker, describe un escenario en que las decisiones de dos protagonistas tienden a generar resultados desfavorables debido a su incapacidad de cooperar.
El dilema fue primero planteado como un incidente en que dos prisioneros, A y B, son interrogados por separado como sospechosos de un delito. A ambos se les plantea la misma alternativa: confesar o no confesar del delito. Si confiesan y el otro prisionero guarda silencio, al que confiese se le absolverá de todos los cargos y al que se negó a confesar le impondrán 20 años de prisión. Si los dos llegaran a confesar entonces ambos irán a prisión por 5 años. Pero si ninguno de los dos confiesa, se les impondrá a ambos una pena de solo 1 año. Como ninguno conoce qué decidirá el otro, el dilema ilustra cómo cada uno terminará eligiendo por lo general lo que más le conviene solo a él, produciendo un resultado menos favorable al que habrían obtenido de haberse puesto de acuerdo.
Dado que tanto A como B desean lo mejor para sí mismos y además les es imposible ponerse de acuerdo, lo lógico es que tiendan a que buscar una solución que solo le beneficie a cada uno sin considerar lo que el otro pudiera decidir. Si A piensa que B confesará, lo lógico para A es también confesar o solo él será enviado a la cárcel por 20 años. Si A sospecha que B no confesará, lo lógico también es que confiese para quedar absuelto del robo. Las mismas consideraciones, basadas en la desconfianza e imposibilidad de cooperar, hará B respecto de A.
A estas alturas ya le debió parecerle familiar porque se parece mucho a coyuntura actual en El Salvador. Solo que en este caso no hay dos prisioneros, sino que todos los salvadoreños somos prisioneros de un juego de poder en el que parece que siempre salimos perdiendo.
Tampoco se trata por ahora de ir a la cárcel por más o menos tiempo, sino de imponer al otro una determinada visión sobre cuál debería ser la respuesta frente a la crisis del COVID-19 y la reapertura de la economía y, en particular, sobre cuál debería ser su régimen jurídico. Las decisiones no colaborativas de los actores están conduciendo no solo a agravar la crisis sanitaria sino también a terminar de hundir la economía del país y de las familias. Y, además, paradójicamente no somos nosotros los ciudadanos prisioneros -afectados por la crisis- quienes decidimos qué hacer, sino el presidente y la Asamblea Legislativo. Ambos órganos -enfrentados en un conflicto que sigue escalando- están ante el dilema de elegir una ruta de acción. Por ahora están eligiendo la ruta fatalmente equivocada en que seguimos sin una estrategia y sin marco jurídico adecuado para enfrentar la crisis. La única alternativa que nos conviene a todos es aquella en que se ponen de acuerdo porque se necesitan mutuamente.
Si la Asamblea Legislativa decide seguir por su cuenta regulando la estrategia contra la crisis, el presidente ha amenazado ya que vetará sus propuestas sin ni siquiera considerarlas. Al margen de la racionalidad de esta actitud, lo cierto es que el resultado de que la Asamblea actué por su cuenta no nos conviene a nadie. Si el presidente presenta una nueva propuesta legislativa de forma unilateral, lo más seguro es que la Asamblea la rechace en razón de los abusos que han ocurrido hasta el momento con las normas precedentes. Si el presidente decide seguir utilizando decretos inconstitucionales para responder a la crisis, la validez de sus decisiones será cuestionada -y con razón- ante la Sala de lo Constitucional, donde terminarán suspendidas y no producirán ningún efecto.
En definitiva, ambos escenarios nos dejan a los nosotros, los prisioneros, en medio de un empate estéril, en el cual el Estado en su conjunto es incapaz de construir una herramienta jurídica que ordene la estrategia contra la pandemia. Y así, los salvadoreños perdemos la capacidad de responder a la crisis y de defender la salud, la vida y la economía.
La única manera de resolver este dilema es mediante un esfuerzo colaborativo, algo de que de todos modos es un mandato constitucional (art. 86 inc. 1o). Ello debe comenzar con un diálogo entre las partes sustentado en un mínimo de confianza, sin amenazas y sin insultos. Además, el acuerdo mínimo debería ser que -como está sucediendo en los países que sí están enfrentando con éxito el virus- la estrategia anticrisis esté basada en la mejor evidencia disponible y no en caprichos o improvisación. Me refiero a evidencia de carácter epidemiológica, económica y social.
Pero también, dado que las diferencias entre las dos partes -el Legislativo y el presidente- parecen ser tan marcadas, ahora es cuando conviene invitar a terceros que bien podrían moderar la conversación, pero sobre todo contribuir con sus experticias a la construcción de soluciones adecuadas al momento en que vivimos. Y por supuesto, la respuesta debería partir solo desde el respeto a la Constitución y la ley. Los salvadoreños no deberíamos estar preocupados por la actual crisis del Estado de derecho y de nuestra democracia en medio de esta pandemia.
Necesitamos una respuesta a la crisis que nos dé confianza. Ello solo puede partir del uso responsable de la evidencia para sustentar decisiones, de un diálogo sincero y colaborativo entre los actores públicos y del cumplimiento de la Constitución y la ley. Los ciudadanos debemos liberarnos de esta absurda prisión exigiendo responsabilidad, diálogo y respeto de las atribuciones que la Constitución dan a cada órgano y sobre todo ejerciendo nuestros derechos. Este ya no debería ser un dilema.